Cuando se trata de
acompañar a la muerte, ¿cuál es el tiempo válido para la vida? Freud nos
advierte que lo que no tiene vida existió con anterioridad a lo vivo. El fin de
toda vida es la muerte, una reina todopoderosa que nos precedió y seguirá aquí
cuando desaparezcamos. ¿Nos anunció antes de ser? ¿Nos recordará después de
haber sido? O más bien, la nada que nos precedió y que nos seguirá, ¿sólo se
vuelve consciente en tanto naturaleza, no en tanto nada, gracias a nuestro paso
por la vida? La muerte espera al más valiente, al más rico, al más bello. Pero
los iguala al más cobarde, al más pobre, al más feo, no en el simple hecho de
morir, ni siquiera en la conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la
muerte.
Sabemos que un día vendrá,
pero nunca sabemos lo que es. La esperamos con grados diferentes de aceptación,
de furia, de tristeza, de cuestionamiento, de arrepentimiento, de eso que
Xavier Villaurrutia llamaba nostalgia de la muerte. Hacemos el balance de
nuestra vida, pero sabemos que el verdadero fiscales la muerte y que su
veredicto lo conocemos de antemano. Compañera final e inevitable. Pero, ¿amiga
o enemiga? Enemiga y, más que enemiga, rival, cuando nos arrebata a un ser
amado. Qué injusta, qué maldita, qué cabrona es la muerte que no nos mata a
nosotros, sino a los que amamos. Sin embargo, esa muerte enemiga es la que
podemos vencer. A veces, en mis caminatas diarias por el Viejo Cementerio de
Brompton en Londres, paso frente a un vasto terreno de cruces blancas.
Contrastan con la elaboración suntuaria de la mayoría de los túmulos funerarios
del camposanto. Son las sencillas cruces blancas de muchachos muertos en la
Primera Guerra Mundial. Leo sobrecogido las fechas de nacimiento y muerte. No
he encontrado allí a un solo joven que haya rebasado los treinta años de edad.
La muerte de un joven es la injusticia misma. En rebelión contra semejante
crueldad, aprendemos por lo menos tres cosas. La primera es que al morir un
joven, ya nada nos separa de la muerte. La segunda es saber que hay jóvenes que
mueren para ser amados más. Y la tercera, que el muerto joven al que amamos
está vivo porque el amor que nos unió sigue vivo en mi vida.¿Son éstas, apenas, consolaciones? ¿Son triunfos sobre la
muerte? ¿O, por el contrario, engrandecen su poder? La muerte nos dice: Te
engañas, lo que fue ya no es. Le respondemos: Te engañamos, lo que fue no sólo
sigue siendo, sino que es más que nunca. La muerte se ríe de nosotros.
Nos desafía a pensar, no
en la muerte del otro, sino en la propia desaparición. Nos reta a creer que la
memoria de los que sobreviven será nuestra única vida más allá de la muerte. Y
aunque así sea, no lo sabremos nunca. Lo cierto es que los guardianes de la
memoria irán desapareciendo también, con la falsa esperanza de que siempre
habrá un testigo vivo que los recuerde. La muerte se burla de nosotros:
¿Recordamos a nuestros muertos más allá de la cuarta o quinta generación que nos
precede? ¿Hay suficientes leyendas de familia, retratos de los ancestros, hechos
memorables, que salven del olvido mortal a la inmensa legión de los antepasados?
Después de todo, hay treinta fantasmas detrás de cada individuo. Si muy pocos
pueden rememorar en su genealogía a un héroe o a un genio, todos podemos
acercarnos al gran acervo verbal de la muerte por vía de la palabra poética. Nadie,
para mí, se acerca más a mi propio sentimiento mortal que uno de los dos más
grandes poetas del Siglo de Oro español (el otro es Góngora), Francisco de Quevedo.
Evidencia de la muerte: «¡Cómo de entre mis manos te resbalas! ¡Oh, cómo te deslizas,
edad mía!... ¡Oh condición mortal, oh dura suerte! / ¡Que no puedo querer vivir
mañana / sin la pensión de procurar mi muerte!» Pero evidencia, también, del
amor constante más allá de la muerte: «Alma a quien todo un dios prisión ha
sido... / su cuerpo dejará, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrá sentido;
/ polvo serán, mas polvo enamorado.»John Donne le da otro giro a la
muerte temprana. La joven mujer tenía quince años, dice la Elegía, y el destino
no le abrió las puertas del porvenir. Se llevó la libertad de su propia muerte,
pero convirtió a cada sobreviviente en su delegado a fin de cumplir el destino
que pudo ser el de ella. Victoria, así, sobre la muerte: «For since death will proceed
to triumph still, / He can find nothing, after her, to kill.ȃsta es la muerte
que nos pertenece a todos. La muerte compartida de la palabra que vence a la
muerte. Permanece, sin embargo, el hecho de que, precedidos, o sucedidos,
olvidados o recordados, morimos solos y, radicalmente, morimos para nosotros
solos. Quizás no morimos del todo para el pasado, pero ciertamente, morimos
para el futuro. Quizás seamos recordados, pero nosotros mismos ya no recordaremos.
Quizás muramos sabiendo todas las cosas del mundo, pero de ahora en adelante,
nosotros mismos seremos cosa. Vimos y fuimos vistos por el mundo. Ahora el mundo
seguirá siendo visto, pero nosotros nos habremos vuelto invisibles. Puntuales o
impuntuales, vivimos de acuerdo con los horarios de la vida. Pero la muerte es
el tiempo sin horas. ¿Tendré más gloria que la de imaginar que mi muerte es singular,
sólo para mí, butaca preferente en el gran teatro de la eternidad? Hay quienes
esperan que la muerte los libere de su propia memoria. Muchos suicidas. Hay
quienes lamentarán toda la vida (la que les resta) no haber prestado atención,
no haber tendido la mano o escuchado a la persona que se fue para siempre. Hay
el silencio del amor viril que debe esperar hasta la muerte para manifestarse, diciéndole
al muerto lo que jamás, por pudor, le dijimos al vivo. Tejido de pesares y arrepentimientos
que son como la segunda mortaja del muerto. Y éste, ¿habrá ejercido el derecho
de llevarse un secreto a la tumba? ¿No es éste uno de los grandes derechos de la
vida: saber que sabemos algo que jamás diremos? No queremos, por más negaciones
y fatalidades que se acumulen sobre nuestras cabezas, por más testimonios y
certezas de lo imposible que nos presente la fiscalía dela muerte, renunciar a
la convicción de que la muerte no es la nada, es algo, es valiosa, aunque ella
misma nos diga lo contrario. Creemos que la muerte de hoy dará presencia ala
vida de ayer. Con Pascal repetimos: «Nunca digas “lo he perdido”. Mejor di: “lo
he devuelto”.» Piensa que es cierto. Hay quienes mueren para ser amados más.
Piensa que el muerto amado vive porque el amor que nos unió está vivo en mi
vida. Piensa que sólo lo que no quiere sobrevivir a todo precio tiene la
oportunidad de vivir realmente. Querer sobrevivir a todo precio es la maldición
del vampiro que nos habita.
Es, también, la
oportunidad erótica. En Cumbres borrascosas, Cathy y Heathcliff están
unidos por una pasión que se reconoce destinada a la muerte. La sombría grandezade
Heathcliff está en que sabe que todos sus actos sociales, la venganza, el
dinero, la humillación de quienes lo humillaron, el tiempo de la infancia compartido
con Cathy, no regresarán. Cathy también lo sabe y por ello, porque «yo soy
Heathcliff», se adelanta a la única semejanza con la tierra perdida del amor
original: la tierra de la muerte. Cathy muere para decirle a Heathcliff, la
muerte es nuestro hogar verdadero, reúnete aquí conmigo. La muerte es el
reino verdadero de Eros, donde la imaginación erótica suple las ausencias
físicas, sobre toda la separación radical que es la muerte. La muerte, dice
Georges Bataille en su maravilloso ensayo sobre Cumbres borrascosas, es el
origen disfrazado. Puesto que el regreso al tiempo original del amor es imposible,
la pasión de los amantes sólo puede consumarse en el tiempo eterno e inmóvil de
la muerte. La muerte es un instante sin fin. ¿Por qué? Porque la muerte, radicalmente,
ha renunciado al cálculo del interés. Nadie, muerto, puede decir «esto me conviene
o no me conviene», «gano o pierdo», «subo o bajo». Éste es, en Pedro Páramo de
Juan Rulfo, el triunfo final del novelista sobre su propio personaje cruel,
calculador y, a diferencia de Heathcliff, anclado en la inmortalidad de un amor
no correspondido hacia Susana San Juan. A cambio de esta derrota, Rulfo nos
introduce, junto con todo un pueblo —Cómala—, a nuestra propia muerte. Gracias
al novelista, hemos estado presentes en nuestra muerte. Estamos mejor
preparados para entender que no existe la dualidad vida y muerte o la opción
vida o muerte, sino que la muerte es parte de la vida, todo es vida. Imaginemos
entonces que cada niño que nace cada minuto reencarna a cada una de las
personas que mueren cada minuto. No es posible saber a quién reencarnamos
porque nunca hay testigos actuales que reconozcan al ser reencarnado. Pero si
hubiese un solo testigo capaz de reconocerme como el otro que fui, ¿entonces, qué?
Me detiene en una
calle... antes de descender de un auto o de entrar a un restorán...me toma del
brazo... me obliga a participar de una vida pasada que fue la mía. Es un sobreviviente:
el único capaz de saber que yo soy una reencarnación.
El único capaz de decirme:
—Una vida no basta. Se necesitan múltiples existencias para integrar una personalidad.
Pero si no basta una vida para cumplir todas las promesas de nuestra
personalidad truncada por la muerte, ¿corremos el peligro de irnos al extremo
opuesto y creer que todo es espíritu y nada materia? Eterno aquél, perecedera
ésta. ¿O es que nada muere por completo, ni el espíritu ni la materia? ¿Son
similares sus desarrollos? Sabemos que los pensamientos se transmiten, más allá
de la muerte. ¿Pueden transmitirse, también, los
cuerpos? Las ideas nunca se realizan por completo. A veces se retraen,
invernan como algunas bestias, esperan el momento oportuno para reaparecer. El
pensamiento no muere. Sólo mide su tiempo. La idea que parecía muerta en un
tiempo reaparece en otro. El espíritu no muere. Se traslada. Se duplica.
A veces suple, e
incluso, suplica. Desaparece, se le cree muerto. Reaparece. En verdad, el
espíritu se está anunciando encada palabra que pronunciamos. No hay palabra que
no esté cargada de olvidos y memorias, teñida de ilusiones y fracasos. Y sin
embargo, no hay palabra que no venza ala muerte porque no hay palabra que no
sea portadora de una inminente renovación. La palabra lucha contra la muerte
porque es inseparable de la muerte, la hurta, la anuncia, la hereda... No hay
palabra que no sea portadora de una inminente resurrección. Cada palabra que
decimos anuncia, simultáneamente, otra palabra que desconocemos porque la
olvidamos y una palabra que desconocemos porque la deseamos. Lo mismo sucede con
los cuerpos, que son materia. Toda materia contiene el aura de lo que antes fue
y el aura de lo que será cuando desaparezca. Vivimos por eso una época que es
la nuestra, pero somos espectro de otra época pasada y el anuncio de una época
por venir. No nos desprendamos de estas promesas de la muerte.