16.1.09


Le gustaba peinarse por la mañanas delante del espejo; sacarse con el peine los sueños nocturnos de los cabellos. Ver las pequeñas chispitas volanderas entre las ondas oscuras de la larga cabellera. Sabía que, más dormilones y perezosos que ella, también los cabellos se iban despertando poco a poco. Se volvían más brillantes, suaves. Se alargaban hasta que las puntas le acariciaban y le hacían cosquillas en las nalgas erizándola de pequeños escalofríos. Ella los castigaba amorosamente con el peine. Las puntas de los cabellos se apartaban en el acto, saltaban hacia arriba atufándose en rizos aéreos, humillados, crujiendo despachados contra el ama.

Acercaba el peine electrizado a la nariz y olía el olor de los sueños de los cabellos. Eran distintos de los suyos. Los cabellos tienen vida propia, se dijo. Eso le parecía mágico. Los trataba con ternura, con respeto. Hablaba con ellos. Oía en el frote del peine la vocecita de los pelos, pero no podía entender lo que decían. Seguro, cosas que ella no debía oír. Los cabellos no tienen edad, pensó. Y cuando uno muere ellos siguen creciendo. Siempre son más jóvenes y más viejos que uno.

Madama Sui.
Augusto Roa Bastos.