Camino por el camellón de la Calle Durango, estoy por llegar a la boca calle que hace con Avenida Veracruz y el camellón de Avenida Mazatlán. El sol resplandece sin nubes que lo cubran, es uno de esos días de inicio de primavera en la Ciudad de México, Jacarandas, brisa fresca, poca posibilidad de cambios abruptos de cima que te permiten ir ligera sin algo que cargar por si llueve o hace frío. Los días de inicio de primavera se puede caminar con la única previsión de estar bien hidratado, con protector solar y paradas intermedias en la caminata para no ceder al cansancio que te provoca el sol sin más pausas que la de las sombras de árboles o edificios al paso.
Justo en esa boca calle se que siempre está el mismo indigente en esquina del camellón, cabello enmarañado, una especie de dreadlocks hechos por la suciedad, unos harapos de vestimenta, el pantalón sostenido por un mecate y sus precarias pertenencias repartidas por esa esquina sin aparente orden, por allá un zapato sobre la tierra, un costal de yute al lado de la estación de ecobici, las bolsas plásticas gastadas pero resistentes de distintos colores opacos, en la mano una botella de pet sin etiqueta con un líquido amarillento. Lo veo. Me alegra en una forma extraña encontrarlo en la misma Hoy no solo está él, le acompaña alguien más, otro indigente que también duerme al rayo de sol sobre una caja de cartón desdoblada a unos 10 pasos adelante, fijo la mirada en el pedazo la piel expuesta en su cintura del trapo que le cubre el torso. Pienso que la textura sucia, cuarteada, de un matiz arenoso de su piel me gusta y pese que la distancia me lo impide logro imaginar el olor que emana. Siento como se eriza mi piel al pensar todo esto en frases pequeñas y pasajeras en mi mente.
Sigo caminando. La pareja perfectamente vestida y de la mano frente a mi, su estatura pequeñita y coordinada. El tipo en la banca con el cabello de Juan, le acaricia la cabeza a un perro que lo mira fijamente. Recuerdo al perro esbelto y alto que vi hace una hora con el bozal, la angustia que me provocó ver como intentaba de muchas formas comunicar su sed y cansancio a lo que el dueño con poca atención atendía únicamente con un jalón corto de correa. Camino. Noto el peso de mis pasos. Talón. Punta. Izquierda. Talón. Punta. Derecha. La luz que se filtra de entre los árboles. Los tapices alternados de flores de jacaranda o bugambilias. Son meses morados pienso, debo contarle eso a Juan. Me comienzan a pesar los pies, es hora de buscar una sombra pero estoy cerca de casa, sigo caminando. Ya solo me falta una cuadra para terminar el camellón, me entra la misma tristeza efímera de siempre al terminar esa calle.
Un tercer indigente se acerca, irrumpe de uno de los pasillos en los costados, camina erráticamente pero con cadencia, encorvado, con las manos en cuenco justo debajo de su rostro sostiene una estopa empapada al que caen y a su vez derraman al suelo las gotas desde su rostro. Pasa a mi costado, cruzamos la mirada y se que él no alcanza a ver que también lo vi por los lentes obscuros que uso para mitigar la luz. Siento ese aroma pesado del hierro tan característico de la sangre, me levanto los lentes y veo el trazo del chorro copioso y goteado que dejó a su paso. Me detengo. Trato de controlar mi respiración que nunca noté cuándo comenzó a entre cortase, siento que me falta el aire. Volteo mi cabeza al lado izquierdo y veo a dos personas que también vieron lo que yo y que sin inmutarse, siguen su camino y plática. Tengo nauseas. Pienso en Kill Bill, la escena donde Beatrix, rodeada de los Crazy 88 levanta su sable y comienza a destazarlos sanguinariamente. Close up al rostro de Beatrix, de un movimiento le quita un ojo a uno de ellos y la escena cambia de color a blanco y negro. Me levanto y bajo los lentes a la altura de los ojos; rojo, gris, rojo, gris, rojo, gris. Recuerdo las últimas flores rojas que recibí hace unos meses y como se deshojaron a los dos días. Veo mi pulsera roja con magnetos atados firmemente en la muñeca derecha adolorida al tratar de articularla. Se me eriza la piel nuevamente y siento claramente como sigo sin lograr controlar mi respiración. Camino. Respiro profundo, una vez, dos veces, tres veces. Lo vi. No es invisible. Lo vi. Lo vi. Lo vi. Volteo para buscarlo, no se me ocurre qué puedo hacer por él, ya está muy lejos. Sigo caminando.
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